viernes, 13 de junio de 2008

Día XXVI, un pequeño anticipo

¿Quién no ha escrito jamás acerca de la felicidad? No seré yo el primero en no irrumpir en ella. Aunque no hoy. Hoy doy varios motivos literarios que me acercan a ella.

J.D. Salinger, uno de mis escritores predilectos -sin duda el primero-, transcribía entre sus líneas algunos pasajes o versículos zen. A mí la “filosofía zen” o el Taoísmo me proporcionan un interés tan extraño como inaplicable. El segundo autor que devoré, pasados los años fue Herman Hesse.
El guardián entre el centeno me proporcionó por vez primera una visión distorsionada de las ciudades, que nunca se describe en el libro. Me imaginé una ciudad de Nueva York atravesada por la calle Lexington y la 5ª avenida, en la que cada edificio se levantava con espigas de trigo. Allí se perdía Holden, custodiando a su pequeña hermana Phoebe y recordando a su hermano mayor, D.B., postrado en su tumba con un guante de béisbol en su mano derecha, colocada sobre el corazón. Centeno, putas, pianistas de Jazz, Sally Hayes pintándose y Jane Gallagher derramando sus lágrimas en un columpio de Maine,a solas con Holden. Hasta los 13 años no leí algo que realmente me gustó. Inmediatamente adquirí toda su obra. Escasa.
Herman Hesse también indagó en el budismo, siendo éste retorcidamente ocultado en uno de los libros más angustiosos que he leído, El Lobo Estepario. Esa fue la puñalada que me clavó, y que luego retiró a medias y lentamente la odisea de Siddharta, en compañía de un devoto amigo, Govinda.

Luego les siguieron J. W. Goethe, García Márquez y el mamón de Paulo Coelho con su jodido Alquimista. Éste último, un engañabobos. Más joven leía novelas de Stephen King y Clive Barker, nada apartado de la literatura más convencional.

Actualmente pocos autores me despiertan la misma pasión, apenas Muñoz Avia y Mendoza me han arrancado sonrisas, Nick Hornby le dado al play en sus páginas y me he cagado en Trueba. Soldados de Salamina, de Javier Cercas, me ha aportado una prosa cuidada y minuciosa, preocupada por la forma y el fondo, a partes iguales. Laforet me ha sorprendido una vez muerta (como sorprenden los buenos).

Creo que algo de todos ellos y mucho de mí se hallan compuestos en el personaje de Diego Viñas, un caradura a punto de estallar, acerca del que escribo al margen de toda presencia en la internette de los cojones. Un cenizo divertido y social, tan torpe como despreocupado, tan pronto pensativo y sensible como chulo y respondón. Un personaje al que le he cogido un cariño literario inmenso.

Algo de todos ellos y mucho de mí, con edificios como espigas y con Harry Haller leyéndome con desdén

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