domingo, 25 de mayo de 2008

Día VII

Acabo de leer una biografía corta alrededor de Baudelaire. Alrededor, pienso, porque de no ser ése el nivel de resumen que ha alcanzado al llamarle directamente “imbécil”, particularmente se me antoja un tanto excesivo. Le llama imbécil y putero, a Bodelaire quien, ni atreviéndose a firmarla, sólo le ha dedicado cinco páginas. Le encasilla en la marca del bohemio, por meterse coca hasta las cejas, fumar opiáceos (cuando en realidad fumaba opio, sin más) y por putero. La mayoría de las veces era de la misma puta, una mulata. Tampoco yo sé mucho más, pero llamar imbécil al escritor de Las Flores del Mal es propio de un desnutrido de palabras. Puesto que yo también lo estoy, al bibliógrafo lo voy a tildar de subnormal.

Llevo un rato (no uno largo) en búsqueda de un pasaje en el que trataba el sueño de una forma bellísima. Él apenas dormía y, lógicamente, lamentablemente erigía inversamente en su profundidad un pozo de ansiedad, que una vez copado comenzó a derramar sus nervios por doquier de su imaginación.

En este punto, nuevamente volvió a recurrir a la paloma como El Sueño en sí mismo; uno que se posa sobre la palma de tu mano y que escapa cuando lo quieres atrapar.

Durante algunos días y especialmente en sus noches, mi mano se cerraba en un puño amenazador. Afortunadamente, los últimos 6 (seis) he olvidado la palma de mi mano, que no puede asirse a sí misma, he olvidado a Baudelaire y a sus vicios y palomas enjauladas.

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Ayer Ariadna me sacó del laberinto al decirme, seguro que tras muchos ensayos:
-Padrí, te quiero mucho.

Yo, como buen cenizo, casi echo a llorar, pero entonces dilucidé el ensayo al que seguramente la sometieron sus padres. Ariadna entonces me dijo lo que sus padres sentían por mí, y callé, alegre.
Sin embargo, a última hora, me levanté y me puse la chaqueta.
-Me voy – mascullé, sin esperar más repercusión que un acercamiento a la estación del tren por parte de Dani.

Entonces Ari, al escucharme, comenzó a sollozar y a berrear, aceptando mi marcha con rabia, soltando, casi gritando:
-¡Adiós, padrí!- con las manos sobre su gorrito, esperando que le salvara si el mundo se acabara en ese interminable segundo, como si fuera a filtrar su pena y tuviera que presionarlo más fuerte contra sus ideas.

Sus lágrimas se derramaron sobre mis pies, y no permití que tocaran el suelo sin que yo antes me despojara de mi americana y me inclinara ante ella para acercarle mi mejilla a su rostro. Sólo cuenta 19 meses de vida. Acercó su boquita a mi carrillo derecho y pronunció un “mua”, utilizando una “a” eterna. No sabe besar como besamos los demás, mediante un fino “chuik”, aún no ha aprendido, pero esa “a” permanecerá eterna. Un instante que al haberlo gozado en toda su plenitud, permanece. Aún siento su tacto en mi mejilla, y aún la veo a ella pronunciando aún después de separarme.

Y la amo con todo lo que poseo.
-Ariadna, te quiero mucho.

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